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4 de abril de 2020

Pandemia: El Chaltén, relatos de un Fin de Temporada

La mirada de Franco Basaure, un comunicador social nacido en Rio Gallegos, que durante más de un mes estuvo en El Chaltén, incluidos los días que se declaró la Emergencia Sanitaria. Lo cuenta en esta crónica que compartió con AHORA CALAFATE.

por Franco Basaure

Es marzo en El Chaltén. Este rincón patagónico, famoso por el cerro Fitz Roy, se lo considera uno de los mejores destinos turísticos del mundo. En 2020, las estadísticas hablan de una “temporada récord”.

Sábado 14 de marzo, 22 horas. Concluye la jornada en una parrilla local cuando la noticia derrota repentinamente al personal: se terminó la temporada. Desde este momento, por medidas preventivas frente a la pandemia del coronavirus se cierran los Parques Nacionales. Gabriel es encargado del restaurante, lleva seis temporadas aquí. Hoy se ve un poco más histérico de lo normal. En el cierre abandona los lentes sobre la mesa, reposa la cabeza en sus manos y suspira hasta desinflarse.

Domingo 15 de marzo, 10 horas. La noticia está materializada con cintas y guardaparques prohibiendo cada acceso. El pueblo amanece desorientado. Adriana hace dos años trajo a vivir aquí a su anciana madre. Siente que la pone en riesgo al trabajar con turistas. Hace poco un hombre oriental se desplomó de fiebre en su mostrador. Anoche salió exhausta del hostel donde trabaja. Tuvo la responsabilidad de anoticiar a los turistas sobre el cierre del Parque. Respondió todas las dudas, explicó decenas de veces lo mismo y sugirió “saquen pasaje de vuelta porque acá ya se terminó lo que se daba”.

Martes 17 de marzo, 17 horas. En El Calafate, un francés (63), es el primer caso confirmado con coronavirus en la provincia. Se declara la Emergencia Sanitaria en Santa Cruz y los municipios, entre ellos El Chaltén, cierran las puertas.

Miércoles 18 de marzo, 18 horas. Román habla agitado. Trabaja en una empresa de transporte y anuncia la cancelación de los viajes: “No tengo otra alternativa, sólo puedo cambiarlos por una fecha abierta”. La opción no convence a ninguno de los que se atolondran en su ventanilla. Una joven canadiense tiene pasaje a Bariloche y dejar la fecha abierta es lo mismo que perder los $8000. Enciende un cigarrillo y se va caminando cabizbaja por el boulevard mientras la tarde se hace noche.

Jueves 19 de marzo, 10 horas. Estamos en el Puesto Sanitario, único centro de salud de la localidad. Hay una fila espaciada con siete humanos del mundo. Dos orientales, una francesa, una pareja belga, un tano, un argentino. La enfermera llama al siguiente, toma la temperatura, apunta sus datos y lo envía a un doctor que certifica que el paciente no posee síntomas. La fila de humanos mantiene su forma mientras se miran como especie. Los orientales hacen silencio. Los belgas hablan con la francesa. Se quedaron sin alojamiento por lo que piensan volar a Buenos Aires. El tano me conversa disgustado con su país, reniega de la democracia y ruega ​por volver a ver a sus progenitores en Italia. Las siete personas mastican la posibilidad de pasar la cuarentena en este un ejido urbano de 120 hectáreas, mientras el mundo es atacado por una pandemia.  Sara va y viene enérgicamente. Es la coordinadora del Puesto Sanitario. Afirma que la acción rápida y coordinada puede sacarnos de este brete. En este centro turístico, el método fue trabajar a través de declaraciones juradas, detectar poblaciones en riesgo, darles una residencia y llevar controles diarios. Nota a los turistas agradecidos de que se les haya ofrecido opciones y contención. Le gustaría que se lleven una buena impresión y puedan regresar cuando todo se normalice. Por otro lado destaca el espíritu jóven, fuerte y solidario de la gente de El Chaltén. Cierra su testimonio con un mensaje:

“Quiero decirles a todos los trabajadores de la salud que en estos momentos es donde se nota la vocación de servicio, dejamos la vida por salvar la de otras personas y la fuerza interior supera cualquier obstáculo. Aquí estamos otra vez firmes para seguir y enfrentar lo que se presente”.

Jueves 19 de marzo, 12 horas. Hay una segunda fila de humanos en El Chaltén. Esperan a las afueras del Correo para enviar telegramas de renuncia. Por mes entregaron al menos 200 horas de trabajo, desde septiembre hasta aquí. Ocupan empleos del sector como hotelería y gastronomía. Fue una temporada excelente pero la vida aquí tampoco es barata: una cama por mes cuesta alrededor de $6000, un paquete de fideos o un litro de leche puede llegar a $100.

Sus ahorros se destinan a deudas, a sus familias, a pasar el invierno e incluso a terminar de pagar el viaje hasta aquí. Los empleadores obligan la presentación de la renuncia a cambio de una liquidación más rápida, más contundente o incluso tensionan la promesa de volver a darles trabajo la próxima temporada. La pandemia atacó a toda la sociedad por igual, pero a algunos los agarra con reservas en dólares y a otros, otras, con un puñado de propinas atados con liguita en el bolsillo de la mochila.

Viernes 20 de marzo, 9 horas. La mañana es un cuento de ficción. Un patrullero con alto parlante recorre el desolado pueblo. A un hombre de 60 años le da escalofríos la escena. A las afuera de un hostel se posicionan dos efectivos con barbijo ya que allí residen varios turistas en aislamiento. En una habitación doble hay una pareja alemana. Alquilaron un auto en Chile y no pueden devolverlo, le ponen humor al drama y dicen estar pasando una nueva "Honey Moon".

Domingo 21 de marzo, 6 horas. Aún no amaneció y sale una trafic municipal con unas 30 personas con destino a Río Gallegos. Aquí viaja una pequeña familia entrerriana, tres chilenas y el resto europeos que no adivino procedencia. Llevan un pasaje de avión desde la capital santacruceña hacia la Capital Federal. Un parisino decidió adelantar viaje a Buenos Aires, ya que teme no poder volver con el correr de los días. Celebra las medidas del gobierno argentino y critica al gobierno francés. Se saluda amorosamente con el resto, dicen que cumplió rol de animador cuando el grupo decaía. Ahora le tocará dormir solo en Ezeiza, abrazado a su mochila, muy atento de las posibles salidas a Europa.

Mi estadía en El Chaltén terminó. No sé si ver la pandemia desde este rincón global me resulta antipático o curioso. Es que por momentos siento encontrarme frente a un enorme ventanal de imágenes e historias.

Las gruesas manos de un obrero enviando dinero por correo, un yankee masticando un bife de dos mil pesos, la enfermera local frente a la desorientada mirada de un oriental, los suspiros de un almacenero pidiendo orden en la fila, una niña pedaleando en el patio de su casa, los jóvenes ojos de un chango que descarga cajones de mercadería, el pie inquieto de un mozo sin trabajo, las lágrimas de una piba chilena que extraña su vieja, las largas ojeras de una recepcionista que ya no sabe si sueña en español o en inglés, los acelerados puchos de un bachero varado sin aún recibir la paga, la parsimonia de un hombre de 60 años a la espera de que aparezca el sol mientras riega el jardín.

El tiempo por momentos nos estanca como nubes entumecidas en el pico del cerro, por otros nos golpea a gran velocidad como un ventarrón. Una pandemia corre y se multiplica, poniendo en jaque a la globalización humana.

La fragilidad del capital, el doble filo de la información, el silenciamiento de los valores más humanos y la terca razón de un mundo criado desde la acumulación. Y aquí, la disparidad de historias de un grupo de humanos, con poco o mucho dinero, desnudos de naciones, alternando idiomas, cerca o lejos de sus casas, con señal o incomunicados, sin Wi-Fi o conectados, en la carrera del tiempo, desafiando las amenazas de un virus que nos enfrenta a nuestra cotidiana falencia: la preservación de la especie, la naturaleza y la paz.

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