Jueves 28 de Marzo de 2024

15 de octubre de 2017

Nadadores calafateños protagonistas en una nota de VIVA

Reproducimos un artículo publicado este domingo sobre los nadadores de aguas frías que participaron de un encuentro internacional en Ushuaia, semanas atrás.

“Nadadores extremos: los locos que se le animan al mar helado”
Texto: Magda Tagtachian
Fotos:Ariel Grinberg


Sin traje de neoprene, apenas con gorros y antiparras, se les animan a aguas a tres grados, rodeados de nieve y con un clima hostil. Qué los lleva a un desafío que los expone a la hipotermia.
Gaby sonríe. Empieza a desvestirse. A sus pies cae primero la campera. Le sigue el polar y el otro guante. Se descalza las botas de piel. Se pone un poncho de toalla celeste, que le cubre torso y muslos. Saca su remera por debajo de esa “carpa” improvisada. Afuera también quedan los pantalones e interiores. Después, y en una sola maniobra, Gaby calza y sube el traje de baño enterizo, también por debajo del poncho. Es el turno del adiós a las medias térmicas. Asoman los pies blanquísimos. Como las pantorrillas y las rodillas. La helada ruboriza la piel. El espejo de agua plomizo intimida. Gaby agita su cabellera enrulada y morena. La enrolla bajo un gorro de látex. Gaby guarda absoluto silencio. Mira el agua planchada. Alrededor suyo hay ruido y más movimiento. Gente que va y que viene. Otros nadadores. Ansiosos. Excitados. Gaby parece no escucharlos. Respira leve. Tiene la presión un poco alta por el frío y los nervios. Se calma. En un segundo vuela el poncho por el aire. Reluce su traje de baño todavía seco. Debajo de esa malla, Gaby debería llevar branquias. Quizá las tenga. Su equipo minimalista se completa con tapones para los oídos, que evitan el mareo que pueda provocar el agua fría. La punta de la nariz rubí. La piel tirante. Gaby baja sus antiparras a la altura de los ojos. Su cuerpo se proyecta como dardo hacia el agua. Bracea una y otra vez. Sabe que tiene tres minutos para dar lo máximo de sí. Sabe que pasarse de ese tiempo la puede hacer entrar en hipotermia. Está acostumbrada a que la llamen “loca”. Para ella es un orgullo.
Desafiar los límites. Está en Ushuaia para participar de su primera competencia de natación en aguas abiertas y heladas. Gabriela “Gaby” Aguilera nada desde chiquita. Tiene 43 años y trabaja como secretaria en un instituto de inglés en El Calafate. Gaby sigue braceando. Entrenó todo el invierno. “No nos agarramos ni un resfrío en todo el año. Al contrario, me enfermé cuando dejé alguna semana de entrenar. En la oficina te encontrás que están todos con laringitis, faringitis. Yo nunca caí. No resulta imposible nadar en agua helada. El cuerpo se va adaptando. Hay que buscar un médico y hacerlo a conciencia. Incluso te fortalece el sistema inmunológico. Nadar en la naturaleza es maravilloso. Te genera una sensación de libertad única. Y ver la orilla desde el otro lado, te aporta otro punto de vista”, analiza.
Cerca suyo dos guardavidas sumergidos, y protegidos con trajes de neoprene, la observan. Un gomón de prefectura naranja fluorescente, como los uniformes de los prefectos que también controlan. Parecen boyas humanas. Los amigos varones de Gaby, con gritos de aliento, rompen el clima de desolación y misterio que ronda esta punta del mapa. El fin del mundo. Ellos también son nadadores. Esperan su turno para medirse en esta pileta sin horizonte. Todos llegaron desde El Calafate. Anoche nadie durmió. Los nervios los dejaron entregarse al descanso apenas tres horas. Aseguran que alcanza. Desayunaron temprano, lejos del horario de la competencia para extremar cuidados. “Soy insegura. Daba vueltas en la almohada. Me repetía, ‘¿lo lograré’? Trato de pensar que será un juego”, se atajaba Gaby en la previa. Ahora está por completar sus primeros 50 metros. Ya los tiene. Ya emerge del Canal. Hay aplausos y más gritos. Gaby quiere hablar. No puede. Tartamudea. Su boca se mueve como pianito. Le acercan un té. El vaso desborda. La mano de Gaby no para de temblar. La envuelven en una manta. Parece la sobreviviente de un naufragio. La conducen hacia una carpa donde arden algunos leños. Es un sauna especial. Lo trajo desde Rusia Matías Ola, presidente de Swim Argentina y organizador de esta competencia de nadadores extremos.
Nada es imposible. Matías, megáfono en mano, alienta y aconseja a los 30 participantes. Conoce de sus temores, sacrificios y expectativas. Este tucumano de 32 años aprendió a nadar de grande. Se lo indicaron los médicos. “Mi sueño siempre fue ser un atleta. Pero no hacía deporte porque sufría de asma, andaba siempre con el puff. Los doctores me habían recomendado nadar porque me ayudaría a abrir el pecho y a respirar mejor. Pero en Orán, Salta, donde viví de chico, no había natatorios. Recién a los 21 años me tiré por primera vez a una pileta, en Tucumán. Hice 25 metros. Llegué con el corazón en la boca y me puse a entrenar. A los seis meses me federé en 50 metros libres”, repasa Matías. Hoy es un hombre sin asma y lleno de objetivos. Con su proyecto Unir el mundo se convirtió en el primer argentino en conectar los cinco continentes a nado, sin traje de neoprene. Entre 2013 y 2015 cruzó los cinco estrechos: Gibraltar, Mar de Bismark, Golfo de Alaska, el Bósforo y el de Bering. Y ahora se enfoca en alcanzar otra hazaña: completar la travesía de los siete océanos, la más difícil del mundo. Sólo siete nadadores en la historia lo lograron. Y Matías pretende posicionarse como el primer argentino en ese ránking. Ya completó el Estrecho de Gibraltar y hace dos meses enfrentó las temibles aguas del Molokai, en Hawaii. Nadó con tiburones,18 horas con olas de ocho metros y el mar que le dejó la lengua hinchada y las medusas que se le pegaron a los brazos y le rajaron la piel. Matías no pierde el control. Y trata de no demostrar miedo. Insiste con su proyecto de concientización solidario. Llevar un mensaje de unión y fomentar que se recupere la infraestructura deportiva en el interior del país.
Ilusiones en la playa. Late ahora en el aire del Beagle una tensa y alegre excitación. Los nadadores cuentan cómo se animaron a llegar al certamen organizado por Swim Argentina. Para el grupo de Gaby, Los master del Glaciar, es su primera vez en aguas abiertas y heladas. Martín Garín (41), guardavidas; Manuel Barrientos (45) chofer de combis turísiticas; y Jorge Romero (41), cocinero en el hospital de El Calafate, completan el equipo que entrenó en la pileta de su club y en el Lago Argentino.


Otros grupos cuentan con algo de experiencia. Como los marplatenses que también empiezan a desvestirse. Nadaron en marzo en Malvinas. Pero, aseguran, eso no alcanza para ganarle a la adrenalina de cada aventura. Jerónimo Romeo se hace cargo del calificativo que los identifica: “Están todos locos”. “Sí, y nos gusta”, mutiplica la apuesta Jero, 26 años, guardavidas. “Hay que apoyarse en el grupo”, sonríe y lo mira a Juan Miliffi, 22 años, estudiante de márketing. “Somos locos conscientes. Nos gusta conocer los límites del cuerpo. Disfrutamos y queremos vivir la vida a pleno”, confiesa. Pierre Blanc, remera marinera, asiente con la cabeza. Este francés de 70 años se defiende muy bien con el español. Ingeniero y piloto de helicóptero, aprendió a nadar hace sólo dos meses. “De chiquito soñaba con visitar Tierra del Fuego, conocer el Estrecho de Magallanes. Cuando me jubilé puse rumbo a la Argentina.” Pierre conoció a los marplatenses en Malvinas, cuando nadaron junto a cuatro ex combatientes.
Valeria Mercado (29) es la única integrante femenina del equipo de La Feliz, hija de uno de esos hombres de Malvinas. Luis Alberto Mercado estaba en la Armada y navegaba en el Destructor Py cuando fue la Guerra. El papá de Valeria nunca había hablado del tema. “A través del deporte buscamos concientizar. Nadar con papá en Malvinas fue sanador para la familia y para él también. Papá no sólo volvió a nadar después de 30 años, sino que pudimos conversar con él acerca de lo sucedido. Como Malvinas, el Beagle es otro lugar simbólico para nuestra historia”, destaca esta instructora de waterpolo, profesora de educación física y guardavidas.
En el Canal, las historias personales planean como los albatros que cortan la mañana de acero. Elisa Yrjo-Koskinen, una finlandesa de 23 años, sabe de qué se trata ese cosquilleo. Cuando era una niña, tenía un juego muy original. Vivía en Häneenlinna y para festejar la Navidad y el Año Nuevo, junto a sus vecinos y amigos, hacía un hoyo en la superficie congelada del lago Oulu. Se sacaba la ropa y se tiraba al agua. Luego corría al sauna. Elisa sonríe ahora frente al Beagle. No está nerviosa. Sí atenta.
Los mitos de la infancia. “Cuando éramos chicos nos decían que si entrabas al agua o a la pileta después de comer te podías morir. Vinimos a demostrar que eso es un mito”, anuncia Carmela Goitin, 14 años, alumna de tercer año y fueguina. Junto a dos amigas sostiene la bandera de su provincia. En traje de baño deportivo, tiritan las tres. Sus brazos, sus piernas, la cara, lucen como piel de cereza recién cortada. “Empecé a nadar hace un año. Tenía intriga. ¿Mis papás? Supongo que estarán contentos”, ríe Carmela. A su lado, Julieta Tauchini cuenta que quiere seguir Psicología y Educación Física. Tiene 15. “Desde los ocho años quería tirarme al agua”, suelta. Agustina Miranda, de 16, asiente: “Me pasaba lo mismo. Mis papás nunca me dejaban. Hasta que el entrenador dijo que no era imposible. Hablamos e hicimos todos los estudios. Me gustaría seguir avanzando y tener más oportunidades”, resume.
Cada cual trae sus intenciones más personales. Para Jorge Romero, panza y medidas generosas, el cocinero del hospital de El Calafate, el certamen representa la oportunidad de perder el miedo al agua. “Casi me ahogo dos veces cuando fui de vacaciones a Pinamar. Una vez me acalambré; y la otra, el mar se picó de repente y no podía salir. Me asusté mucho. Nadar representa una lucha contra mi cabeza”, se sincera. “No busco tiempos. Sólo alegría. Somos como un grupo de egresados”, se entusiasma. Minutos después, concreta su hazaña. Las manos que tapan la cara intentan, no alcanzan, para atajar tanta emoción.
El agua también implica un desafío para Julio Gaitán, 45 años, de Río Gallegos. Se anotó en la categoría Marathon Swim. Julio debe resistir en el agua el mayor tiempo posible. Va y viene en largos de 50 metros. Desde afuera, le cuentan con gritos cada vuelta. Entre los espectadores, tapados hasta las orejas, la adrenalina sube en cada largo. “¡Vamos Julio! ¡Vamos Julio!”, se oye en este estadio de agua y montañas congeladas. Julio lleva 23... 24… ¡25 minutos sumergido! Entre la euforia y los cuidados lógicos, todos analizan cuál será su límite. Sale. Acaba de sumar 1.450 metros. Se lo ve bordó. Apenas puede abrir los ojos rojos, hinchados. Julio no habla. Parece en otro mundo. En realidad lo está. Los organizadores piden que no se le acerquen demasiado. Es para ayudarlo a que respire mejor. Julio se sienta en el piso. Debe volver a tomar contacto con el aire. Su cuerpo tarda unos minutos en estabilizarse. Lo explica después: “Quien diga que no tiene frío, miente. No sufrís tanto dentro del agua sino cuando salís. Todo el mundo quiere abrazarte y uno necesita ese momento a solas para recuperar el cuerpo. Antes de entrar también cumplo con mi proceso. Elijo un lugar tranquilo, me aparto y trato de meditar unos 15 minutos”.
Nos sobran los motivos. ¿Por qué lo hacen? ¿Con qué necesidad? Son las preguntas que rondan. “Nadé hasta los 12 años. Retomé hace cinco para demostrarle a mi hijo, Julio Omar Gaitán, de 18, que para llegar a ser algo en la vida hay que esforzarse. Si Dios quiere, él se convertirá en el primer profesional de la familia. Mi mamá quedó viuda de muy joven. Y con mis hermanos tuvimos que salir a trabajar desde temprano. Pasamos una infancia dura. Ninguno pudo estudiar. Algunos nacen con muy buenas cualidades y otros la tienen que remar un poco más. De eso se trata la vida”, resume Julio, empleado público en Jaramillo, un pueblo de 400 habitantes al norte de Santa Cruz. “Allí no hay piletas. Entreno atado con arnés en un tanque australiano. La gente me mira y piensa ‘qué hará este loco en cuero con este frío’. Y yo soy feliz”, sonríe.
Junto a él también se midió Mariano “Lalo” Le Lan, mecánico de Coronel Suárez, que finalmente ganó la Marathon Swim. Lalo nadó 40 minutos en aguas a 3,8° C y marcó una distancia de 1.950 metros. “Vivo del taller mecánico, pero viene muy difícil la mano. Trabajo mucho. Sin embargo, aunque esté hecho bolsa, igual voy a la pileta a entrenar. Ahí me olvido de todo. Ahí nadie es pobre, nadie es rico. Formamos un grupo divino que se arenga entre sí”, contaba segundos antes de zambullirse. Su cuerpo grandote y musculoso, de fisicoculturista recio, no coincide con su cara de tipo bonachón. Lalo sale ahora del agua. Tiembla como un pollito. Y llora como niño.


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